Coincidir siempre a la misma hora con un grupo de tres cachas en el gimnasio en el que entreno hizo que se estableciera cierta amistad entre nosotros. De vez en cuando me avisaban de que no estaba realizando correctamente algún ejercicio de pesas y, un día, empecé a entrenar con ellos. Así fue la experiencia...
Las cosas guays de los cachas
Las ganas de mis nuevos amigos hípermusculados de superarse en su entrenamiento de cada día me resultaron admirables. Siempre trataban de ir un paso más allá en sus sesiones de gimnasio. Llegaban con ganas, muchas ganas, y lo daban todo durante el tiempo que estaban allí.
Lo de juntarme con los cachas me hizo aprender muchas cosas sobre entrenamientos y nutrición. Se convirtieron para mí en la Wikipedia del fitness. Uno de ellos se ofreció a hacerme una tabla personalizada con ejercicios específicos para ganar masa muscular, que era mi objetivo. Si tenía una duda, me contestaban enseguida. Era como estar rodeado de entrenadores personales en todo momento y totalmente gratis.
Si hay algo que admiré de los fuertotes del gimnasio con los que me junté fue su compañerismo. No solo se esforzaban por conseguir que sus músculos crecieran, sino que se echaban una mano entre ellos y me ayudaban a mí con los ejercicios. Lo tuve claro: los cachas de mi gimnasio son muy independientes, sí, pero también están ahí para darse apoyo con esa última repetición cuando aparece el fallo muscular.
Lo menos guay de los cachas
Su obsesión por levantar pesos grandes no me gustaba nada. Me parecía que prestaban más atención a eso antes que a la técnica, que muchas veces sacrificaban por levantar más kilos de los que realmente podían.
Si ya me enfadaba su falta de orden cuando no entrenaba con ellos, ahora que lo hacíamos juntos y lo veía todo más de cerca mi indignación era mucho mayor. Los cachas no recogían las pesas durante los entrenamientos.
Me observaban extrañados cuando me veían dejar las mías en su sitio después de usarlas. Parecía que estaban viendo a un extraterrestre. Ellos, como siempre, las dejaban tiradas por todo el gimnasio. “Pero ponlas en su sitio, hombre”, le dije a alguno cuando ya tenía más confianza. Sus respuestas eran siempre muy parecidas: “Bah, da igual, si enseguida las va a pillar alguien, ¿para qué las voy a colocar?”. Al final, acababa poniéndolas yo en su sitio mientras ellos seguían a lo suyo.
Otra de las cosas que no soportaba de mis nuevos colegas hípermusculados era lo seriotes que estaban siempre. Entrenaban con ganas, sí, pero serios. Parecía que estaban siempre enfadados. Y oye, una sonrisita de vez en cuando, así, en general, se echaba de menos. ¿Creerán que con cara de cabreo entrenan mejor? “Hulk tiene la culpa de esto, pensaba yo”.
Que acaparasen varias máquinas a la vez me parecía una actitud de lo más egoísta. “Triseries”, me decían, “estamos haciendo triseries”. Yo, que después de varias semanas ya tenía un trato más cercano con mis nuevos amigos cachas, les explicaba que no estábamos solos, que había más gente entrenando en el gimnasio y que lo de ocuparlo todo no era buena idea en hora punta. Nada, ni caso. El músculo es el músculo, debían pensar.
La guinda a los entrenamientos la ponían las latas de atún. Sí, algunos de mis nuevos compañeros de gimnasio se ponían a comer atún en los vestuarios de forma compulsiva nada más acabar de hacer pesas. Querían proteínas y las querían ya. Yo lo que quería era irme a casa y la próxima vez volver a entrenar solo o, al menos, sin compañeros cachas.