El sábado pasado quedé con José para correr. Hacía ya varias semanas que no nos veíamos y la excusa de correr nos sirve para ponernos al día y echarnos unas risas. Cuando bajó del coche me percaté que traía compañía, había traído a Pancha.
Pancha es su perra. Una bodeguera andaluza la mar de salada a la que le encanta jugar y correr. Lo primero que hizo la muy ‘jodía’ fue venirse hacia mí y poner sus zarpas encima de mí y lanzarme un par de lametones. La hice de rabiar un poco y después procedí a rascarle el cuello y la panza. ¡Ya estaba la tía revolcada por el suelo!
José adoptó a Pancha de una camada de bodegueros que habían nacido en el picadero de caballos donde monta su mujer, Clara. Por desgracia, si ella y sus hermanos no hubieran encontrado un hogar, su final hubiera sido bastante desagradable. Así que cada vez que la veo yendo y viniendo a nuestro lado mientras nosotros corremos no puedo evitar sonreír.
Esa lengua fuera, esos ojos brillantes, las orejas botando arriba y abajo son la imagen misma de la felicidad. Ojalá yo corriera igual de feliz y despreocupado. ¡Da envidia la muy perra! Entonces miro a José y compruebo que él piensa lo mismo que yo. Pancha es una afortunada, ha encontrado quien la cuide y la quiera. Y ella lo agradece como solo los perros (vale y algunos gatos) saben: dando su amor incondicional.
Estuvimos como siempre hablando de todo un poco y me comentó que este año iban a ir a la Perrotón.
- ¿Qué vais a qué?
- A la Perrotón. Una especie de carrera-quedada para ir con los perros. Vente y trae a Carbonilla.
La verdad es que lo de Perrotón me sonaba como a botellón perruno. Una maxi-híper quedada de perros y dueños que por unas horas se hacen con el control de alguna calle de Madrid. Y la verdad, no me imaginaba a mi pequeña Carbonilla en aquella movida.
Carbonilla es una pequeña Pinscher con reminiscencias de Chihuahua que adoptamos hace un año y medio y que pese a que ha cambiado y se ha hecho más sociable no creo que esté para una reunión cánida de este calibre.
La pobre ‘Carbo’ llegó a nuestras vidas cuando menos los esperábamos y quizá menos lo queríamos. Hanna, una amiga de mi mujer la encontró vagando por una calle en pleno barrio de Moratalaz en Madrid. Estuvo bastante tiempo pateando calles para ver si daba con los dueños. La perrita llevaba collar y debía haberse escapado. Un par de horas después lo dejó por imposible.
Llegó a casa y llamó al servicio municipal de recogida de animales y le dijeron que pasarían a lo largo de la noche o a día siguiente. Hanna (la amiga de mi mujer) preguntó si era posible saber qué pasaría con la perra. La respuesta fue escueta. La llevarían al depósito y si en unos días no era adoptada... en fin, la despacharían y para el otro barrio.
Entonces pasó una foto de la ‘perrilla’ al grupo de WhatsApp del trabajo y Marta (mi mujer) se enamoró. Recibí un mensaje con la foto y el siguiente mensaje: “Mañana la recogemos en casa de Hanna, nos la quedamos”. Poco podía hacer yo más que asentir, era eso o pasar semanas durmiendo en el sofá.
Si el amor a primera vista existe lo sentí (por segunda vez, Marta tú fuiste la primera) al ver a Carbonilla. Pequeña, asustada y con una carita que era lo más bonito que había visto en mi vida. Me senté en el sofá y al segundo se vino a echarse en mi regazo. Estaba claro, Carbonilla me había adoptado. Y yo no podía negar que me había robado el corazón en un minuto.
Ya en casa empezaron los problemas, Carbonilla sufría ataques de epilepsia además de tener miedo a casi todo. La primera visita al veterinario fue un auténtico show. Pasó de Pinscher a Dóberman en dos nanosegundos. En la clínica nos dijeron que se notaba que la perra no había ido al veterinario en mucho tiempo por no decir nunca. La encontraron un par de tumores en las mamas y nos dijeron que tenían que operarla.
Sólo llevaba dos días en casa y las preocupaciones eran más grandes que la alegría por tenerla a nuestro lado. Es increíble pero en esas pocas horas ese pequeño ser peludo se había hecho casi imprescindible en nuestras vidas. Por suerte, la operación salió bien y el tratamiento de la epilepsia hace que ya casi no sufra crisis ni ataques. Si os digo la verdad, me siento muy afortunado de tener a Carbonilla a nuestro lado.
Eso sí, la tía es más vaga que los Reyes Magos... En cuanto llevamos veinte minutos de paseo ya está mirándote con ojitos de pena para que volvamos a casa. Así que no la veo yo corriendo a mi lado como hace José con Pancha. Me imagino teniendo que llevarla en brazos a los cinco minutos de haber empezado a correr. Nos conformaremos con los paseos y los ratos de juegos en el sofá, que no es poco.
Para acabar voy a lanzar un mensaje que es muy probable que quede un poco sensibloide. Si piensas traer un perro a casa, adóptalo. Y ten en cuenta que no es un juguete y tampoco una simple mascota, se convertirá en parte de la familia. Y como tal tendrás que cuidarle y quererle. Si no estás dispuesto a asumir una responsabilidad que durará años, mejor comprate un Tamagochi (si es que siguen vendiéndolos)