Quien dice bufé libre dice comidas y cenas de Navidad, Nochevieja, Año Nuevo… viajes de empresa o vacaciones con “Todo Incluido”. Por alguna misteriosa razón, cada vez que tenemos barra libre de comida y bebida-con ingredientes, además, que no son habituales en nuestra dieta- se activa un resorte en nuestra mente que nos lleva a comer como si fuera nuestro último día en la Tierra. Sería la primera vez en la Historia, además, que en ese contexto alguien se empacha a ensaladas o frutas.
¿Por qué no podemos controlarnos ante un bufé libre? Según un informe de la European Society for Clinical Nutrition and Metabolism, desde los años 70 el auge de los establecimientos tipo “todo-lo-que-puedas-comer” han hecho un flaco favor a la epidemia de la obesidad. Al mismo tiempo que bajaban los precios han aumentado el tamaño de las raciones disponibles y el uso de ingredientes baratos de bajo perfil nutricional, con exceso de calorías, grasas, sal y azúcar. Porque, al fin y al cabo, se trata de hacer negocio.
La cadena británica Channel4 emitió el año pasado su documental ‘El Bufé de las 2.000.000 calorías’, donde hacía un repaso internacional por las costumbres gastronómicas. Y señalaba un punto en común que hace peligrar nuestra salud: el auge de los bufés y de la comida callejera, deliciosa, barata… e hipercalórica. Que mueve millones de euros al año, sin importar la salud de los glotones comensales.
Los olores y colores nos hacen comer más
El motivo por el que quizá no podemos controlarnos al comer fuera de casa tendría que ver con los aromas y colores llamativos de los menús con carta blanca para excederse. La Universidad de Michigan (Estados Unidos) ha publicado recientemente una investigación en la revista Clinical Psychological Science donde analiza cómo nos influye el entorno para comer.
El experimento dividió a 112 voluntarios entre un espacio ambientado como restaurante de comida rápida y un espacio neutro. Y planteó preguntas sobre “el deseo, el gusto y el hambre”, que no tienen nada que ver. “Querer” es una cosa, “disfrutar” -a través del gusto- es otra y hambre pura, otra. Pues bien, los voluntarios que comieron entre deliciosos olores y llamativos carteles de comida ingirieron 220 calorías más que los que comían en un espacio neutro.
¿Por qué? Porque las señales relativas a la comida “les hicieron creer” que tenían más hambre de la que en realidad tenían y aumentó su “deseo” de comerlo todo. No era hambre real ni hedonismo disfrutón: era simplemente ansiedad provocada por el entorno. Los investigadores del estudio señalan que este hallazgo debería ser tenido en cuenta a la hora de legislar sobre los establecimientos de comida… y en su defecto, deberíamos evitar atracones en ellos y seguir las recomendaciones de los médicos para no caer en la trampa.