Ya se lo cantaban Bart, Hommer y Marge a Lisa en un capítulo de Los Simpson mientras hacían la conga por todo el salón: “¡No conquistas nada con una ensalada!”. Debí haber hecho caso a esos personajes amarillos de los que tanto hemos aprendido en esta vida. Pero no. Puse todas mis esperanzas en el verde de la lechuga y, sin pensarlo, prometí que iba a cenar ensalada durante un par de semanas.
La idea era evitar ponerme a dieta. No quería tener que modificar en exceso mi lista de la compra ni preocuparme de hacerme menús súper lights en todas las comidas del día. Quería comer normal, sin preocuparme de si esto o aquello engordaba más. Se trataba solo de modificar las cenas. Solo había engordado un poco y lo que en realidad quería era quitarme un poco de barriga.
Los dos primeros días cenando ensalada los llevé bien. Cortaba lechuga, tomates y zanahorias y llenaba un bol gigantesco con lo que sería la base de mi cena. Después le añadía un par de latas de atún, una mini tarrina de queso fresco 0% y aliñaba todo con un chorrito de aceite y vinagre. Por supuesto, le ponía sal. Así estuve hasta mitad de semana.
Como merendaba bastante tarde, llegaba a la cena sin demasiada hambre, así que la ensalada, por muy ligera que fuese, me dejaba bastante satisfecho. A partir de las 12 de la noche notaba que me entraba una ligera sensación de hambre, pero enseguida me metía en la cama para hacerle la cobra con ayuda del sueño.
Pasado el ecuador de la semana, la ensalada nocturna empezó a quedarse corta. Así me lo indicaba mi estómago y así lo sentía yo. Había recuperado el horario normal de la merienda y llegaba a la cena con mucha más hambre. Aumenté la cantidad de los ingredientes para hacer mi plato aún más grande. Pensé que así me quedaría más satisfecho, pero solo conseguí aburrirme de la repetitiva ensalada y acabé dejándome la mitad.
Lejos de tener menos barriga, empecé a sentirme más hinchado. El viernes por la mañana, después de cuatro días comiendo ensaladas me fijé en el espejo y comprobé horrorizado que tenía más panza. Había aumentado. ¿Qué estaba haciendo mal? “¡Si llevo toda la semana cenando lechuga!”, me dije a mí mismo y recordé ese falso mito de que retiene líquidos. Enseguida recapacité: la lechuga no, pero la sal (que además le estaba poniendo en exceso a mis ensaladas), sí que me estaba haciendo parecer más hinchado.
El viernes y el sábado mi dieta ensaladil saltó por los aires. Salí a cenar con amigos y ambos días acabamos en restaurantes de comida rápida. Yo opté por la opción más verde de aquellos lugares llenos de menús grasientos. No me importó cenar ensaladas. Parecían de lo más apetecibles. Por ser fin de semana acabé adornándolas con picatostes, queso semi curado y salsa a base de mayonesa, todo ello incluido en los menús.
La segunda semana cenando ensaladas fue la peor. El lunes, salí del gimnasio con hambre y, recordando el fin de semana, empecé a comprar salsas (un chorrito en mi ensalada no se iba a notar): que si césar, que si cuatro quesos, que si de miel y mostaza... Además, empecé a sustituir el queso fresco 0% por queso semi curado light. En el envase ponía light, sí. Lo indicaba en unas letras grandes, chillonas y de color rosa. Pero la letra pequeña, la más sincera, estaba detrás, en la tabla de información nutricional: el queso seguía teniendo grasa, mucha grasa. Hice la vista gorda.
Estaba llenando mis ensaladas de complementos grasientos que estaban haciendo que me engordasen más que cualquier otra cosa saludable que hubiese podido cenar. Una hora después de cenar, volvía a tener muchísima hambre. Empecé por calmarla con yogures lights y vasos de leche desnatada, pero a mitad de semana los atracones de madrugada se convirtieron en auténticos festivales de hidratos de carbono y azúcar: que si un sándwich, que si unos tallarines de sobre, que si unas onzas de chocolate...
Cuando, después de dos semanas cenando ensalada, me subí a la báscula, la sorpresa fue mayúscula: había engordados dos kilos. La retención de líquidos que me había producido el exceso de sal y los ingredientes que le había puesto a las ensaladas tenían la culpa. No solo eso: el quedarme con hambre solo hacía que acabase picando a deshora.
Volví al pollo, a los filetes de ternera a la plancha y al pescado al horno con verduras como opciones para cenar. El hambre de madrugada desapareció. También los kilos de más se esfumaron. ¿Y la ensalada? ¿Qué pasó con ella? Pues que la seguí tomando, pero como complemento, dándole el protagonismo justo y necesario para que no monopolizase todas las cenas. Ay, si ya lo decían Los Simpson...