Era el año 2012 cuando Andrew Jones, un joven de Conneticut (Estados Unidos) se comenzó a sentir mal a la hora de respirar mientras participaba en una carrera popular. Aunque durante un tiempo no le dio mucha importancia al asunto, pasados unos meses se alarmó cuando comenzó a toser sangre.
Fue entonces cuando Jones acudió al hospital y, tras numerosas pruebas, los doctores le diagnosticaron una cardiomiopatía en su corazón. Este problema es de origen hereditario pero, hasta ese momento, Jones no había caído en la cuenta de que podía sufrirlo.
Este tipo de enfermedad del corazón se caracteriza porque no solo afecta al ritmo de vida de quien lo padece, sino que también afecta a la estructura del corazón, reduciendo su capacidad de bombear sangre. Las consecuencias: los músculos se elongan, se van haciendo cada vez más débiles y el paciente va perdiendo fuerza hasta quedarse prácticamente con discapacidad permanente.
Así que, viendo la edad que tenía Jones, los médicos le dieron dos opciones: o esperar un trasplante o una solución alternativa. Sin embargo, Estados Unidos no es España, donde, si podemos presumir de algo es de ser líderes mundiales en trasplantes de órganos, así que, varios meses después de que comenzara la espera y viendo que no aparecía ningún donante apto para sus condiciones genéticas, a Jones solo que le quedó la solución alternativa para poder continuar con una vida normal.
Y esta opción no era otra que cargar con un “corazón artificial” en una mochila conectado con su cuerpo, algo muy parecido al transportín que tienen que llevar las personas con insuficiencia respiratoria. De hecho, el funcionamiento es muy similar, ya que el mecanismo introduce aire comprimido en los ventrículos del corazón para ayudar a este a bombear la sangre y que no se pierda masa muscular ni energía.