“¡Ah, corres maratones! Entonces habrás ido ya a Nueva York, ¿no?”. Quién no ha sido cuestionado así en el trabajo. A quién no se le ha pasado por la cabeza alguna manera de combinar vacaciones (tuyas) con la agenda familiar (la de tu pareja) y correr en la gran manzana. Pues todo ese entramado donde fluyen los millones de zapatillazos de distrito en distrito y los millones de dólares hacia la ciudad, un día no era nada.
Situémonos en cualquier domingo de octubre de 1970. De hecho, en pocas casas estadounidenses se sabía nada sobre maratones. Ni siquiera sobre el antes llamado jogging. Un mes después un equipo de entusiastas hacía balance sobre el primer maratón que se había celebrado en la capital de las capitales, dando vueltas alrededor de Park Drive, la médula espinal de Central Park.
Entre los 127 corredores había un ciudadano norteamericano nacido en una familia judía en la Rumanía anterior a la Segunda Guerra Mundial. Un tipo con barba que solía correr con una de esas gorrillas de ciclista retro.
En los años sesenta se hizo socio de un club de corredores que apenas aglutinaba dos docenas de colgados. Pero lo convirtió en el fundador del más famoso maratón de la Tierra. En 1972 se haría presidente del New York Road Runners Club (NYRRC).
Esa capacidad del lobby judío neoyorquino para meterse en todos los fregados e interconectar sociedades y negocios hizo que el producto fraguase. Después de unas pocas ediciones reducido a Central Park, la visión de Lebow y Ted Corbitt, un viejo maratoniano de la década de los 50, coincidiría con una ocasión especial.
El Bicentenario de Estados Unidos, en 1976, requería de un buen esfuerzo de mercadotecnia. Se ofrecería a la ciudad y al participante un recorrido por los cinco distritos de Nueva York. Y la idea de la cúpula del club prendió en esa masa deseosa de expandir el correr recreativo por la ciudad entre las ciudades.
Hay que tener en cuenta que el boom del correr había disparado las ventas de zapatillas en 1974 con la victoria de Frank Shorter en los Juegos Olímpicos de Munich. Surgieron revistas y hasta las empresas y ciudades diseñaban circuitos para trotar.
Fred Lebow movilizó más de 2.000 corredores para la edición de 1976. Igualaba las cifras de Boston, carrera con ochenta años de tradición, y dejaba el anciano evento del maratón de Yonkers (otro de los distritos de Nueva York) como una carrera minoritaria y sin protagonismo.
Lebow asumiría los nuevos tiempos del maratón con firmeza. Se trataba de la carrera emblema del país más capitalista del mundo. Los dólares habían terminado por doblegar el espíritu amateur olímpico. Se daban los primeros pasos en la era del dinero en el deporte de la zapatilla.
La Federación Internacional (IAAF) había permitido en 1982 el pago en metálico a los deportistas de élite y Nueva York no iba a racanear en tirar de talonario. En los años ochenta se consigue la retransmisión del evento para la televisión de todo el país.
Pronto -insisto, estamos en los años ochenta- el NYRRC ya manejaba más de veinte mil participantes, Lebow organizaría encuentros de financieros, directores de carreras de todo el mundo y demás actores del sector, invitados bajo el paraguas del Chase Manhattan Bank, patrocinador del evento por aquellos años. Lebow capitaneó también en los ochenta los primeros dossiers de los ingresos directos e indirectos que el maratón suponía para la ciudad.
Fred (como era conocido en medio mundo) se apartó de la presidencia del club en los primeros años 90, tras serle diagnosticado un tumor cancerígeno en el cerebro. Aun así siguió vinculado a la carrera y participando en ella hasta su muerte en 1994.
Aquel tipo flaco y con la gorrilla permanentemente calada había trabajado por el mundo del correr hasta el punto de situarlo como un movimiento global. Si existen grandes campeonatos de atletismo seguidos por millones de personas y firmas comerciales sacando las tripas a las cifras de nuestras tarjetas de crédito por billones, en parte se debe a Nueva York y su afamado maratón.
Londres, Chicago, Berlín, todos los maratones son herederos de la vuelta de tuerca que Fred Lebow dio a las pruebas históricas como Boston. Dónde si no podría haberse generado el concepto del running-espectáculo. Sinatra lo cantaba y todos lo asumimos como cierto: “New York, New York”.