Un tipo de metro ochenta, que sacaba la cabeza de altura a los corredores africanos, con largos brazos, bigotes y una calva monumental. Tenía más aspecto de un profesor de matemáticas que un corredor de élite.
Así recordamos en el limbo de los tiempos la imagen de Robert de Castella (Melbourne, 1957), un corredor que dominó los primeros ochenta, los años dorados del maratón.
Años en los que el dinero comenzó a aflorar a las carreras, en que crecieron los grandes maratones y donde se fraguó el primer estallido planetario del llamado running (lo que en los países hispanoparlantes se decía correr).
En cierta medida podríamos resumir esta etapa probablemente a través de las imágenes del plantel al que se enfrentó De Castella en el maratón de Rotterdam de 1983.
Bregado en el desconocido mundo atlético de las antípodas, creció en una familia deportiva, siendo el mayor de una hilera de hermanos. Destacó en pista en la década de los setenta, pero ¿quién demonios sabía nada del atletismo en pista australiano?
El escaparate del maratón alrededor del Pacífico tenía dos polos, el norteamericano y el japonés. Y por Japón empezó a deslumbrar el ‘corredor calmado’.
De Castella venía de haber vencido en 1981 el maratón de Fukuoka, uno de los ‘campeonatos del mundo’ oficiosos, junto con el de Tokio. Ahí había sacado las tripas a su marca personal previa. La dejó en 2h08.37.
Después de dos horas y pico de esfuerzo descomunal (hoy día ningún corredor español consigue cerrar esas marcas), se había quedado en puertas de la mejor marca mundial que consiguió Alberto Salazar en Nueva York (que luego se demostró ser cien metros más corta, medición que otorgó el primado mundial al australiano).
Al año siguiente el australiano remataba con el triunfo en los Juegos de la Commonwealth. Así se presentaba en un inusualmente calmado día holandés. En el maratón ‘más rápido del mundo’, como se anunciaba entonces. Y donde se batirían varios récords del mundo de maratón hasta los 2h06.50 de Belayneh Densamo de 1988.
En la salida, unos cientos de participantes. Pero se habían juntado allí los más poderosos contendientes del maratón de la época, salvo el tanzano Juma Ikangaa. La estrella norteamericana Alberto Salazar, que pasaba por ser el hombre a batir en cualquier maratón (y hoy todavía arrastra un aura que no dejará atrás en su vida). Y poseedor del mejor tiempo nunca hecho en 42 kilómetros.
Carlos Lopes, el portugués que ganó casi todo en el cross y que trasladó al maratón su veteranía, que ganaría en los Juegos de Los Ángeles ‘84 y batiría dos años después el récord del mundo precisamente en Rotterdam. El favorito local, Gerard Nijboer, un holandés que había sido plata en Moscú ’80 y vencido en Amsterdam con 2h09. Y el mexicano Rodolfo Gómez vencedor el año anterior y en Tokio dos años antes.
Como podrán comprobar, aún apenas se leía nada sobre apellidos africanos. De Castella empezó a batirse el cobre con los tanzanos Ikangaa y Shananga en 1982 pero no dominaban aún el maratón.
Hubo que esperar hasta octubre de ese año para la primera gran victoria africana (Joseph Nzau, en Chicago). Bien al contrario, los atletas blancos compartían laureles con la escuadra japonesa (los hermanos Soh, Toshiiko Seko).
La primera mitad fue lanzada con el escocés John Graham, otro diablo que había ganado en Rotterdam (1981) con tiempos de sputnik. Gómez y Lopes detrás del australiano de los brazos largos.
Salazar comenzó a perder comba en las angustiosas rectas de las avenidas de Rotterdam. Lopes tampoco aguantó los últimos 200 metros de De Castella, que marcó otro crono de 2h08. De nuevo, muy cerca de la (de su) mejor marca mundial de maratón.
¿Versatilidad desde sus años de distancias más cortas? En efecto. Con menos de veinte años ya hacía 28:50 en 10.000 metros. De Castella tenía una base de trabajo tremenda. Batió el récord del legendario Herb Elliot sobre dos millas (3.218m) en categoría júnior dejándolo en 8:46.
Aun así su entrenador Pat Clohesy lo centró en las largas distancias. No era elegante, no se deslizaba por la carretera como sus predecesores Frank Shorter o Bill Rodgers, los reyes de los 70, pero era eficiente en carrera. Debutó en maratón con 2h13 a los 22 años.
‘Deek’ De Castella provenía del desconocido mundo austral. Eran los años en que las carreras, salvo las consabidas Londres, París y Nueva York, también eran semidesconocidos eventos con unos pocos miles de corredores.
Todo se comenzaba a deshelar con la aparición de los primeros grandes premios en metálico. El profesionalismo comenzaba a aceptarse en el maratón. Esto precipitó que su estampa pasase a primera fila mundial, a ser uno de los rostros más conocidos del mundo del corredor.
Venció el maratón de los Campeonatos del Mundo de Helsinki ‘83. Detrás, el etíope Kebede Balcha y el robot Waldemar Cierpinski (RDA). En Los Angeles’84 perdió contacto con el grupo de Lopes en un error estratégico al decelerar para beber en un puesto de avituallamiento.
Pero dos meses después estaba en la salida para ser tercero en Chicago, tras el mítico record del mundo de Steve Jones. Al año siguiente repitió bronce en Chicago tras el piloto de la Royal Air Force, que se acercaba a las 2h07 mostrándose intratable.
Pero ‘Deeks’ todavía afinó para lograr su mejor marca venciendo en Boston. Quitó el incómodo y eterno ocho de su plusmarca para imponerse con 2h07.51 y embutirse 55.000USD y un coche nuevo. Dos años después, en 1988, aún sería cuarto, manteniendo las marcas de siete años atrás. Su transición hacia un retiro dorado pareció advertirse cuando finalizó con un octavo puesto en los juegos de Seúl ‘88. Entre tanto, apariciones en los Campeonatos Mundiales de Cross, donde fue hasta cinco veces uno de los veinte primeros clasificados, y el jugoso circuito de asfalto de los años ochenta.
Ante un pelotón cada vez más exigente y una densidad mayor de corredores, ¿saben qué hizo para recordar a todos quién había sido uno de los más grandes del maratón? Se presentó en la salida del Maratón de Rotterdam ocho años después de su victoria de 1983. Sólo él sabía los límites en los que se podía mover su cuerpo. Pues, en ese día de abril de 1991, venció de nuevo mostrando sus cuatro pelos y la suela de sus zapatillas a tipos como Dionicio Cerón y Tesfaye Dadi. Genio y figura.