No nos conocemos, pero nos hemos cruzado mil veces. Kilómetros de asfalto y de montaña nos han permitido interactuar de alguna manera: una animada charla, un saludo protocolario o incluso el leve toque de cabeza. Somos parte de una misma tribu, compartimos afición; podríamos decir que, en plena eclosión efusiva, hasta nos llamaríamos “colega”. Pues colega mío, tengo que hablarte de tú a tú.
Como te venía diciendo, nos cruzamos habitualmente, los dos a nuestro ritmo. Pero por muy rápido que vayas, no puedo evitar mirarte de arriba abajo. No es la camiseta último modelo, ni la tecnología punta de tus auriculares bluetooth; es más, tus zapatillas son algo que no me importan.
Son esas piernas: limpias, llanas, impolutas. Sin un solo pelo. Depiladitas a más no poder. Esa alegre mata, ese pequeño recuerdo que nos acerca a nuestros antepasados ha desaparecido, víctima de la aerodinámica, del estilismo o váyase a saber qué nuevo estudio.
Durante nuestra evolución hacia el homo sapiens-sapiens que somos hoy ha sido un camino en el que hemos liberado peso. Nos hemos erguido, hemos cambiado la forma de los huesos y los músculos se han hecho a la idea de que estamos preparados para aguantar así.
Sin embargo, esos genes no son caprichosos al dejarnos ese pequeño resquicio de homínido en ciertas partes del cuerpo. Antes de coger la maquinilla o encomendarte a todas las vírgenes con la cera caliente en la mano, escucha lo que te digo.
Si eso está ahí, es por algo. Sea por evitar la fricción en algunas zonas o por proteger a flor de piel, esa pelambrera tiene un sentido. Si no, hace ya bastante que la hubiéramos desechado. Sin embargo, la práctica del deporte y la sensación de que una mejor imagen nos convierte en mejores deportistas ha hecho el resto. Hay quien me ha dicho que verse sin pelos en las piernas “le hace sentirse más pro”. Angelitos.
Entiendo que a niveles olímpicos, donde cada centésima de segundo puede suponer la diferencia entre la gloria o la derrota, tengas que aprovechar cada resquicio que las normas te permitan. Pero hazme caso: no rebajarás cinco minutos tu marca de 10 kilómetros a base de pasarte la máquina una y otra vez. Bueno, a lo mejor si rascas hasta tocar hueso puede que pierdas algo más.
Me vendrás con la excusa de que ahora mismo estás mentalizado para dar el salto al agua, que quieres hacerte triatleta y que necesitas ser lo más aerodinámico. Va, que nos conocemos: si estás todo el rato dando vueltas alrededor de los jueces con el traje de neopreno medio puesto, convertido en un auténtico experto en temperaturas marinas que levantaría la envidia de Roberto Brasero.
He llegado a oír a alguno que se animó a decirme “es que claro, cuando voy al masajista se engancha y me duelen los tirones”. Claro, porque por norma un masaje deportivo es un momento de absoluto relax, donde todo es coser y cantar y en donde un pequeño dolor es algo extraordinario. A quien debería preocuparle realmente es al masajista, que ya bastante debe tener con sus pelos para andar preocupándose por los ajenos.
En resumen, que puedes quedar muy bonito y tus gemelos definidos a lo Roberto Carlos salen mejor en la foto. Pero si luego en invierno eres de los primeros en acumular capas no digas que no te lo avisé: ¡melenas al viento y a vivir el momento!